El nombre del miedo. Me decían sin querer, Anita y con ello… | by Vivihormazabalg | Medium

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El nombre del miedo. Me decían sin querer, Anita y con ello… | by Vivihormazabalg | Medium"


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EL NOMBRE DEL MIEDO Me decían sin querer, Anita y con ello me volvieron su fantasma. De niña, cada vez que iba a la casa de mis abuelos, entraba a la que había sido su pieza. Tenía un mural


color damasco donde se repetía un patrón floral. Su clóset era una puerta amenazante siempre permanecía cerrada y que nunca me atreví a abrir. Mientras los grandes conversaban, yo subía


sigilosa las escaleras para jugar con su cajita musical color marfil. ¿Seré tan parecida a ella como dicen? En sus cajones ya no quedaba nada de ella. Habían tacos para anotar recados, guías


de teléfono, fotos en bolsas de papel. Todo estaba envuelto en plástico: los peluches, las almohadas, la ropa. En esos años, mis abuelos me llamaban Anita, su hija que había muerto el mismo


año en que yo nací.  Por muchos años tuve fobia al amor. Pánico, diría, al dolor. Mientras mis amigas comenzaban sus primeros amoríos, yo era casta y asexuada. Escuchaba con ansias sus


historias en los recreos y me sentía analfabeta. Lo fui hasta ya pasado los veintitantos. Temía sufrir el destino de Anita, que era yo, la hija del medio de tres hermanos, la morena que era


igual a mí, la sensible, la que se había suicidado por amor.  Mucho de lo que sabía de ella tuve que descifrarlo. Había escuchado de un hombre, Mario, con el que se había casado en secreto


en Paraguay, y con el cual -tras lo que mi abuela llamaba un mal matrimonio-, había roto relación. Una vez vi a Mario en una foto familiar. Era alto, delgado y de barba. Se veía un buen


tipo, seguro, pintoso, con una polera ajustada con cuello que dejaba ver algo de pelo en su pecho. Ella, sentada a su lado, lucía una sonrisa dulce y armónica. Su pelo era una melena


ordenada, perfecta. Poco maquillaje, vestido anaranjado. La imaginaba con ese vestido en un vuelo Asunción-Santiago, diciendo no gracias a la azafata que le ofrecía algo de cenar,


avergonzada por la hinchazón de sus ojos. Ella quería formar una familia. Él nunca más se contactó con ella. Quizás mi destino era repetir la historia. Mantenerme lejos de enamorarme me


podría mantener a salvo. Para eso me dediqué a evadir cualquier situación amorosa. Si me gustaba algún chico, jamás se iba a enterar, porque al contrario de lo que haría alguien normal, yo


disimulaba mi deseo con desprecio, indiferencia o -peor aún- amistad. Si alguno mostraba alguna mínima señal de interés, huía despavorida. Una vez a una cita que me habían arreglado unas


amigas con un tipo que creían que era para mí, fingí una llamada por celular y me fui a paso rápido a tomar una micro. A mi mejor amigo dejé de contestarle las llamadas telefónicas cuando


descubrí mis sentimientos por él.  Me propuse sobrevivir como fuera hasta la edad fatal donde ella había dicho no más, los veintiocho. Sin embargo y como era de esperarse, me enamoré antes


de eso. Fue un tormento breve que arrasó con lo poco que había en mí. Tenía tanto miedo que no era capaz ni de mencionar su nombre. No lo llamaba y siempre inventaba una excusa para no


juntarme con él. Con ese comportamiento, la cosa duró poco. Sentí tanta pena que pensé que mi sospecha de morir por ello era posible. Un día se lo confidencié a Andrés, un amigo de la


universidad. Le dije que yo era la reencarnación de una suicida y que el amor era la puerta de entrada a mi infernal destino. Cuando llegué a mi casa, me había mandado al mail la canción de


Gianni Bella Si de amor ya no se muere. De todas formas yo seguí pensando lo contrario.  Un día de mis veinticuatro años me saqué el I Ching. Me salió La Aminoración. Decía que era tiempo de


reducirse, volverse pequeña. No entendí bien la figura, pero al día siguiente mi abuela Ana despertó y llamó a mi papá diciéndole que iba a morir. Estaba teniendo un infarto. Hasta ese día


ella siempre estuvo muy bien de salud. Yo la había ido a ver hace poco, le había cortado el pelo y sacado los bigotes, incluso me había quedado sin querer con su pinza y no había alcanzado a


devolvérsela. Cuando llegué en bicicleta a la clínica, de los nervios, no encontraba dónde estaban y cuando llegué, acababa de morir. En el velorio en la iglesia de Santa Gemita a ratos me


llamaban mis amigos más cercanos, algunos llegaron a acompañarme. Entremedio de eso me llegó un mensaje de texto. Era mi antiguo amigo Andrés. Cuando lo vi pensé que era un pésame, pero hace


años que estábamos distanciados. Sólo nos habíamos encontrado hace un par de semanas en una fiesta en el que era mi departamento donde vivía con unos amigos. El mensaje decía que había


pensado en mí, que había estado en Argentina y me había traído unos chocolates. Como estaba inmersa en la pena y en la familia, tuve que leerlo varias veces para entenderlo. No lo esperaba.


Salí de la capilla y desde el estacionamiento le respondí que estaba en el velorio de mi abuela y que después podíamos hablar.  Los primeros meses juntos lloré todos los días. El fantasma de


Anita apareció con todo y tenía mucho miedo de que Andrés desapareciera de un día para otro. Él no entendía qué me pasaba. Ese temor hizo que yo recién lo presentara a mi familia casi un


año después. Cuando fui a presentárselo a mi abuelo viudo, él recién estaba sacando las cosas de mi abuela. Fuimos a su casa a ayudarle a guardar la ropa de mi abuela en unas maletas. Andrés


estaba un poco incómodo con la situación. La verdad yo no sabía bien por qué le había pedido que me acompañara, pero a mi abuelo le pareció de lo más natural darnos a mí y a este


desconocido las instrucciones de qué guardar y dónde. Mientras lo hacíamos, yo iba mirando las prendas de mi abuela: blusas tropicales, sostenes beige enormes, vestidos que mi abuelo


refunfuñaba por haberselos comprado “¡Si están como nuevos!” se lamentaba.  Cuando bajó la escalera, con Andrés nos quedamos solos. Estábamos en la pieza de Anita. Verlo ahí, con el papel


mural color damasco de patrón floral, me parecía surreal. No podía creer que estaba compartiendo ese espacio con mi amigo de la universidad. Él comenzaba a disfrutar esta actividad. Veía mis


fotos de adolescente que están puestas ahí y me molestaba con cariño. Mientras yo doblaba una blusa de mi abuela, vi que Andrés abrió la puerta que siempre permanecía cerrada. Me dieron


ganas de gritarle no, pero en vez de eso, esperé a ver qué había dentro. Me puse nerviosa sabiendo que a mi abuelo no le gustaba que tocaran nada que no fuera lo expresamente permitido. La


puerta se abría hacia afuera así que Andrés desapareció de mi vista al abrirla. Tuve que pasar encima del montón de ropa que había sobre la cama para llegar a él. Sostenía una foto en la


mano. Era la foto familiar en que aparecía Anita con su vestido naranjo y con Mario al lado.  -¿Encuentras que ella se parece a mí?- Lo miré con expectación. -¿Cuál?, ¿Ella?- Noté una leve


risa burlona en su cara. -¿Van a querer once?- nos gritó desde abajo mi abuelo. Yo di un salto y de golpe le dije a Andrés que guardara eso. -¡Anita..!-  -Sí, ya vamos-. Cerré la puerta y


llevé a Andrés de vuelta a nuestras faenas. Ya no sabía si me decía Anita por mi tía o por mi abuela.  -¿Anita?- me preguntó Andrés extrañado. Le hice un gesto de que no era importante y


seguí doblando blusas. -Es un bonito nombre en todo caso. Si alguna vez tenemos una hija le podríamos poner así-. Lo miré negando con la cabeza. Cinco años después tuvimos una hija. Todos


siempre la encontraron muy parecida a mí. A veces se desbordaba, generalmente como lo hace un niño cualquiera, dramática pero brevemente. Pero un día se salió de sí. Sus ojos se


desorbitaron, su voz se transformó en bramidos horribles. Su cuerpo se languideció. Yo trataba de sostenerla hasta que ella de un momento a otro se incorporó, pero entonces comenzó a


pegarse. Primero golpeándose la cabeza, luego cabezazos contra la pared. La contuve con fuerza y por dentro vino a mí el nombre de Anita.


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