La belleza de la lectura | ideal
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La habitación era pequeña y austera, como la mayoría de los cuartos de hospital. Una ventana alta dejaba entrar una luz grisácea que parecía diluirse ... antes de tocar el suelo. En la
mesilla, junto a un vaso de agua y un ramo de flores marchitas, descansaba un voluminoso tomo de 'En busca del tiempo perdido'. Lo había traído un amigo días atrás, junto con una
sonrisa indulgente y un comentario optimista: «Si alguien puede hacer que el tiempo aquí valga la pena, es Proust». El paciente, recostado en la cama, pasaba las páginas con lentitud, como
si cada una fuera un paso doloroso hacia un lugar al que no estaba seguro de querer llegar. Leía despacio, más por necesidad que por elección, porque las fuerzas que antes lo movían ahora
parecían haberse desvanecido junto con su salud. Pero las palabras de Proust, con su ritmo hipnótico y sus descripciones minuciosas, lo mantenían atrapado. Había llegado al pasaje donde el
narrador prueba la famosa magdalena, ese momento en el que el sabor dulce despierta un torrente de recuerdos, devolviendo la vida a un tiempo que parecía perdido para siempre. Cerró el libro
un momento y dejó que su mirada vagara hacia la ventana. Allí, el mundo seguía girando, indiferente a su enfermedad, a su encierro. Pensó en las palabras que había leído hacía años en la
universidad, sobre la naturaleza de lo bello. La belleza de la literatura, como la de un paisaje o una melodía, debía ser desinteresada, un placer puro que no buscara utilidad alguna. Pero
no podía evitar preguntarse si eso era posible en la lectura. ¿No buscaba algo en esas páginas? ¿Un consuelo, una distracción, quizá incluso una salvación? ¿Podía algo tan personal como la
experiencia de leer a Proust ser universal? El sabor de la magdalena despertaba en el narrador recuerdos que eran suyos y de nadie más, pero el texto había sido capaz de evocar en él sus
propios recuerdos, fragmentos de una infancia que ya no le pertenecía. La descripción de Proust no era suya, pero, de algún modo, también lo era. El sonido lejano de una conversación en el
pasillo interrumpió sus pensamientos, pero no desvió la mirada de la ventana. Seguía pensando en esa propiedad de la belleza: la finalidad sin fin. Proust, con sus oraciones largas y
laberínticas, parecía escribir como si cada palabra tuviera un propósito, aunque ese propósito no pudiera definirse con claridad. El no leía para llegar a un final, porque sabía que el final
no importaba. Leía porque las palabras, en sí mismas, le ofrecían un refugio, una especie de equilibrio precario en medio del caos. Recordó cómo, al empezar el libro, había sentido una
resistencia inicial, como si su mente estuviera demasiado cansada para seguir el ritmo lento de Proust. Pero ahora, después de días de lectura, las páginas le ofrecían una satisfacción
inexplicable, una sensación de estar haciendo algo que debía hacerse, aunque no supiera por qué. Pensó entonces que todo libro, y toda lectura también, conducía, inevitablemente, a una
suerte de armonía entre la imaginación y el entendimiento. Tal vez eso era lo que hacía Proust. Sus palabras no ofrecían respuestas ni certezas, pero sí un tipo de armonía, un espacio donde
la imaginación podía jugar y el entendimiento podía descansar. Volvió la mirada al libro y abrió las páginas donde lo había dejado. En ese momento, se sintió como el narrador frente a la
magdalena: leyendo no para encontrar algo, sino para dejarse encontrar. La belleza de la lectura no estaba en lo que prometía, sino en lo que era, en el simple acto de dejar que las palabras
resonaran en su interior. Quizá, pensó, esa era la verdadera finalidad: leer no para llenar el tiempo, sino para habitarlo, para convertir cada instante en algo que, como el sabor de la
magdalena, pudiera durar para siempre. La lectura, pensó mientras dejaba vagar la mirada por el paisaje de la vega, no preserva el pasado; lo transforma, lo arranca de su contexto y lo
proyecta hacia el presente. En cada libro que leemos, en cada frase que nos conmueve, encontramos un fragmento de tiempo que se convierte en parte de nuestra propia historia. Así, la belleza
de la lectura no radica en la fidelidad al texto, sino en su capacidad para reinventarse con cada lector. A su mente acudieron las palabras de Borges: «Que otros se jacten de las páginas
que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído.» En ese orgullo, en esa humildad del lector que se entrega al texto, reflexionó, reside la verdadera belleza de la lectura: un acto
que nos permite habitar el pasado, transformar el presente y vislumbrar lo eterno en las palabras que otros legaron al porvenir.
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