Cuando napoleón «inspirado por alá» se ganó el respeto de los fanáticos del islam: lecciones de la historia
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Contaba Serafín Fanjul a ABC en 2015 que los primeros contactos de Francia con los sarracenos datan del siglo VIII, cuando estos llegan desde Hispania e invaden Narbona en el 751. Fue una
incursión concebida como una operación de pillaje más que como una ... conquista estable. No fue la única. En aquellos años se produjeron varias enfrentamientos más en otras zonas del país
en las que los galos consiguieron dar muerte a varios emires. Según el prestigioso arabista español, las cosas estuvieron más o menos tranquilas durante doscientos años, hasta finales del
siglo XI: «En ese momento, el papel de Francia fue crucial en la génesis y desarrollo de las Cruzadas, junto con las perspectivas comerciales de las nacientes ciudades-estado italianas.
Cuando Urbano II lanza la idea de recuperar de los Selyuqíes los Santos Lugares, en 1095, para salvaguardarlos y proteger a los peregrinos, abre la espita que hará brotar el raudal de la fe,
amalgamado con el poder político y la búsqueda de preponderancia en la misma Europa por parte de los príncipes cristianos». El interés de Francia por el Mediterráneo sur y oriental, sin
embargo, no termina con las Cruzadas. En el siglo XVI, el interés aparece en los viajes por Egipto de Pierre Belon du Mans (1547), Jean Chesneau (1549), André Thevet (1552) o Jean Palerne
Forésien (1581), todos los cuales dejaron testimonio escrito de su experiencia por las tierras de las pirámides. En este mismo ámbito cultural es preciso destacar, también, el descubrimiento
en aquel país de 'Las mil y una noches' a comienzos del XVIII, gracias al cónsul francés J. Galland, pues la obra se encontraba dispersa y olvidada por los zocos de Alepo, Damasco
y El Cairo. Pero es a finales de ese siglo cuando todo ese interés da un vuelco importante, hasta el punto de convertirse Egipto en un objetivo principal de Francia. Todo comienza en
febrero de 1798, cuando Napoleón fue enviado al noroeste de Francia para inspeccionar las tropas y los barcos reunidos en los puertos del Canal de la Mancha. Una vez allí, el Gobierno le
encomendó dirigir aquellas fuerzas contra Inglaterra, el único país que aún se mantenía en guerra contra los galos. El futuro emperador estudió cuidadosamente la situación y observó que la
mayoría de sus hombres eran nuevos reclutas y estaban comandados por oficiales sin experiencia, así que rechazó la idea de invadir las islas. «Demasiado arriesgado. No deseo jugarme la
hermosa Francia a una tirada de dados», le comunicó a su secretario, Fauvelet de Bourrienne. APODERARSE DE EGIPTO A cambio, Napoleón decidió acometer otra conquista, con la cual asestaría a
su gran enemigo un golpe casi tan duro como el desembarco en la costa de Sussex. «Para destruir por completo Inglaterra, tenemos que apoderarnos de Egipto», escribió en su diario. «A menudo
se ha afirmado que esta expedición fue la fantasía temeraria de un aventurero, el sueño de un aspirante a Alejandro Magno. Nada más lejos de la verdad. Era una operación menos peligrosa que
invadir Inglaterra y Napoleón la eligió precisamente porque era menos peligrosa», aseguraba Vicent Cronin en 'Napoleón Bonaparte: una biografía íntima' (Ediciones B, 2003). Cuatro
meses después, zarpó con más de cincuenta mil soldados, cuatrocientos barcos, dos mil oficiales, trescientas mujeres entre esposas de militares y prostitutas y un pequeño ejército de
ingenieros, científicos, arquitectos, matemáticos y artistas. Al atardecer del 1 de julio de 1798, la gran flota de guerra puso pie en las playas de Alejandría, Rosetta y Damieta. En apenas
veinte días se hizo con el control del Delta del Nilo y descendió rumbo a El Cairo. Al ver las impresionantes pirámides de Giza, los franceses se estremecieron y, a continuación, derrocaron
a las poco organizadas hordas de mamelucos, poniendo fin a tres siglos de dominio otomano en Egipto en menos de dos horas. «Soldados, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os
contemplan», advirtió Napoleón a sus hombres. Había logrado el primero de sus tres objetivos: librar al país de la casta gobernante para convertirlo en una colonia. El segundo era asestar un
golpe a la India, la posesión más rica de Inglaterra. Y el tercero, más importante que los otros dos desde un punto de vista cultural, enseñar y aprender todo lo que pudieran de Egipto, una
idea que era completamente nueva en la historia de Europa. EL CAIRO Según veía las cosas Bonaparte, los galos debían enseñar a los egipcios, bajo el pretexto de que, en su opinión, estaban
atrasados. Entendía que Francia tenía una misión civilizadora. En las instrucciones de los líderes del Gobierno del Directorio –redactadas por el mismo Bonaparte– aseguraba que «utilizará
todos los medios a su alcance para mejorar la suerte de los nativos». Es decir, que pondría a disposición de estos los conocimientos médicos, científicos y tecnológicos más modernos, para
ganarse su cariño y amistad, a pesar de haberlos conquistado. Cuando llegó a El Cairo, comprobó pronto que era una ciudad pobre. Más allá de las tres hermosas mezquitas que poseía y los
palacios de los mamelucos, la capital era una gran colección de chozas y mercados que tenían poco que vender, salvo calabazas y dátiles comidos por las moscas, queso de camello y un pan
insípido. Sin embargo, era el escenario perfecto para enseñar, promover y ganarse a los autóctonos, en vez de asediarlos, así que instaló su cuartel general en un antiguo palacio y dejó el
gobierno de la capital en manos de un diván de nueve jeques árabes asesorados por un francés. Pocos días después, recibió una carta como malas noticias: 14 de las 17 naves que había en la
bahía de Abu Qir, al norte, incluida la suya propia, habían sido hundidas por Horacio Nelson, por lo que él y sus hombres se quedaron completamente aislados, sin la posibilidad de recibir
suministros ni refuerzos. Napoleón reaccionó sereno ante la noticia y fue a desayunar con sus oficiales. En cuanto vio la oportunidad, les informó: «Parece que el país les agrada. Es
afortunado que piensen así, porque ahora no tenemos una flota que nos lleve de regreso a Europa. No importa, tenemos todo lo que necesitamos». Bonaparte comprendió también que, como
comandante de la ocupación, era el responsable del gobierno de Egipto y empezó a dar órdenes y publicar decretos. ALIMENTACIÓN Y SERVICIOS SANITARIOS Creó un cuerpo consultivo de 189
egipcios prominentes con fines de asesoramiento. Según explicó, esa medida «acostumbraría a los notables a usar las ideas de asamblea y gobierno». En cada una de las catorce provincias,
además, creó un diván de hasta nueve miembros, todos egipcios, aunque asesorados también por un civil francés. Estos organismos atenderían el servicio de la Policía, los suministros de
alimentos y los servicios sanitarios. Puso en marcha el primer sistema postal regular de Egipto y un servicio de diligencias entre El Cairo y Alejandría. Inauguró una casa de moneda para
convertir el oro de los mamelucos en escudos franceses, construyó molinos de viento, trazó mapas e instaló las primeras lámparas de la capital. Levantó también un hospital de trescientas
camas para los necesitados, organizó cuatro centros de cuarentena para controlar la peste bubónica e imprimió los primeros libros en árabe. No catecismos, sino manuales sobre cómo tratar las
epidemias. Las medidas más inteligentes, sin embargo, fueron de tipo religioso. Durante su viaje a Egipto, Napoleón ya había leído el Corán y lo calificó de «sublime». Consciente de lo
importante que era este ámbito, en su primera proclama anunció: «Cadís, jeques, imanes, decid al pueblo que somos verdaderos musulmanes. ¿Acaso no somos los hombres que hemos destruido al
Papa, que predicaba la guerra eterna contra los islámicos?». Se metió tanto en este papel, que atribuyó a Alá los éxitos de Francia y declaró convencido que él era el hombre enviado por el
Todopoderoso para expulsar a los turcos y sus secuaces. Napoleón, por lo tanto, trató de ganarse el apoyo de los líderes religiosos desde el principio. Habló de teología con los muftíes y
les dijo que admiraba a Mahoma. Con el propósito de honrar el cumpleaños del profeta, organizó desfiles y mandó que se lanzaran fuegos artificiales y salvas de cañonazos. Un día que se
sentía eufórico llegó a prometer que construiría una mezquita de casi tres kilómetros a la redonda, con el objetivo de que su ejército pudiera rezar. Y, por último, preguntó a los muftíes:
¿estáis dispuestos a pedir a los egipcios que juren lealtad a los galos? Estos respondieron que, para ello, debían someterse primero a la circuncisión y renunciar al vino. Bonaparte
consideró, por supuesto, que aquella era demasiada integración y llegó a un acuerdo. Él seguiría protegiendo al Islam y los colonizados harían una declaración igual de ventajosa para el
general corso: tendrían que asegurar que él era un mensajero de Dios y amigo del profeta. LA TOLERANCIA RELIGIOSA «Gracias a esta tolerancia religiosa, Napoleón consiguió ocupar y gobernar
pacíficamente a un país que tenía el doble de superficie que Francia. Afrontó un alzamiento grave en el que los religiosos más fanáticos mataron a hombres de su guarnición. Jean-Lambert
Tallien, representante del Gobierno, lo exhortó a incendiar todas las mezquitas y a ejecutar a todos los sacerdotes, pero Napoleón, por supuesto, se negó. Condenó a muerte a los jefes y dejó
que la rebelión se extinguiese por sí sola. Y no se volvió a repetir», subraya Cronin. A esas alturas estaba claro que a Napoleón le gustaba Egipto. No las moscas, la suciedad, la
enfermedad o la supuesta pobreza, sino su modo de vida, su historia y su riqueza arquitectónica. Se encariñó del desierto y le complacía cruzar la lisa y extensa superficie de arena a lomos
de un camello, como si hubiera nacido allí. Incluso se ponía un turbante, una túnica hasta los tobillos y llevaba una daga curva. Lo que más le agradaba, sin embargo, era el nombre con el
que los egipcios le bautizaron: sultán El Kebir, algo más de lo que podría ser un comandante en jefe, con el que confirmó que le aceptaban como el principal gobernante en lugar de su
homólogo turco. Con todas estas políticas de acercamiento, Bonaparte logró que los egipcios le vieran como a un hombre enérgico, de costumbres meticulosas, que trabajaba doce horas diarias
por el pueblo, a pesar del calor sofocante que hacía y de llevar siempre el uniforme abotonado hasta el cuello. Para ellos, fue el gran general que, a pesar de la prohibición de usar el
látigo, conseguía mantener la disciplina entre sus hombres. Un día, un grupo de soldados franceses robó dátiles de un huerto privado y, tras arrestarlos, los hizo caminar dos veces al día
durante varias semanas alrededor del campamento con el uniforme al revés, llevando los frutos hurtados y un cartel que decía: «Saqueadores». En otra ocasión, el general corso se enteró de
que, durante una reunión con los jeques, algunos árabes de tribus vecinas habían asesinado a un campesino y le habían quitado sus ovejas. Bonaparte llamó a un oficial del Estado Mayor y le
ordenó reunir 300 jinetes y 200 camellos para perseguir y castigar a los agresores. Los egipcios tuvieron la sensación de que, por fin, un hombre se preocupaba por la justicia como jamás lo
habían hecho los turcos durante los tres siglos anteriores. Sorprendido ante esta última acción y el despliegue que había llevado a cabo, uno de los jeques le preguntó a Napoleón: —¿El
campesino era vuestro primo, que tanto os encoleriza su muerte? —Era más que eso… Era un hombre cuya seguridad la Providencia puso en mis manos. —Maravilloso. Hablas como un inspirado por
Alá.
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