Un aficionado ayuda a identificar a los desaparecidos
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A Koppelman le tomó años afinar su técnica de retratos. Con un software de edición de fotos, empieza con fotos de la autopsia, luego encuentra retratos de modelos de estudio con rasgos
similares, ajusta su transparencia y los coloca sobre los rostros de los muertos. Esto le permite restaurar el cutis uniforme y la vivacidad muscular de un rostro vivo mientras mantiene la
estructura facial de la persona fallecida. Usa otras técnicas para resaltar y sombrear, creando profundidad y contorno en los pómulos, la punta de la nariz, la pequeña hendidura entre la
nariz y la boca de una persona. Hace unos años, tomó un curso en el Centro de Antropología Forense de Texas State University para entender mejor los cambios que la muerte causa en la carne,
las maneras en las que se aplanan las mejillas, suben las cejas, desaparecen las arrugas de la sonrisa, y cuelgan los labios y las mejillas. Aprendió cómo leer un cráneo sin carne: cómo
descubrir el ancho de la nariz basado en la apertura nasal, cómo determinar la forma de los ojos al estudiar el lugar en el que los ligamentos estaban conectados a las cuencas de los ojos. A
las personas no identificadas las dibuja con la ropa que llevaban cuando las encontraron. Si la persona usaba un anillo peculiar, la muestra tocándose el cabello para incluir la mano en la
imagen. Nunca se sabe qué pequeño detalle un ser querido podría reconocer décadas después. Los resultados son imágenes con impacto visual. Las personas en los retratos de Koppelman parecen
reales. “Digo, ese es todo el objetivo”, señala Koppelman. “Intentar que parezcan tan reales como sea posible. Lograr que la gente los mire y piense que son una buena obra de arte, y luego
se concentre en la historia”. Si estas imágenes les parecen interesantes a las personas en vez de alarmantes, podrían compartirlas, con lo que se aumentan las probabilidades de que alguien
reconozca a una persona no identificada. Sus años en esta labor han hecho que Koppelman sepa mucho sobre rostros, y también sobre el duelo. Sabe que amar a un desaparecido conlleva una
angustia particular y que saber con seguridad un hecho terrible —por ejemplo, que una hija fue asesinada— puede ser mejor que décadas de no saber lo que sucedió. “Hay alguien que está
sufriendo, y yo tengo la capacidad de posiblemente poner fin a ese sufrimiento, o por lo menos de reducirlo al proceso normal de duelo”, me dijo. Por eso es que dibuja sus retratos y
mantiene sus hojas de cálculo, y combina la compasión que le enseñó su madre con su propia obsesión. Encontró algo que hace bien, y es algo que, muy de vez en cuando, puede cambiar por
completo la calidad de la vida de las personas. Investiga los detalles más minúsculos de los casos, porque nunca sabe cuál podría devolver a un ser querido a su hogar. Por ejemplo, hace
varios años, una sencilla camisa escocesa lo ayudó a atar los cabos en un caso sin resolver de la década de 1980 en Oklahoma. Un antiguo informe de autopsia de una mujer víctima de asesinato
apareció en NamUs, y Koppelman lo comparó con su listado enorme de personas desaparecidas. Encontró el caso de una mujer cuyo nombre era Francine Frost, que desapareció cuando fue al
supermercado en 1981, y llevaba puesta la misma ropa con la que encontraron a la víctima de asesinato. Les avisó a las autoridades y publicó su sospecha en Websleuths, donde el nieto de
Frost encontró el mensaje de Koppelman cuando investigaba la desaparición de su abuela mucho tiempo atrás. El nieto se comunicó con el médico forense, y pruebas de ADN demostraron que
coincidían. La hija de Francine Frost, Vicki Frost Curl, dijo que, aunque parezca extraño, el día que recogió los restos de su madre fue uno de los mejores de su vida. Ella había vivido
durante décadas en un purgatorio espantoso: “Nunca lo pasas, nunca lo superas, nunca puedes terminar nada”. Ahora, por fin, ella podía estar de duelo. Podía enterrar a su madre y visitar su
tumba. Koppelman sigue casos durante años. “Él simplemente se quedó conmigo”, dice su amiga Cathy Terkanian. En el 2010, Terkanian, de Gloucester, Massachusetts, descubrió que la hija a
quien la habían presionado a dar en adopción como madre adolescente en la década de 1970 había estado desaparecida durante dos décadas. Ella sospechaba que se había cometido un crimen. Se
comunicó con Koppelman, y durante casi 10 años, cuenta, “Carl y yo lo investigamos minuciosamente”. Eran un buen equipo; la pasión y la rabia de ella combinada con la mente paciente y
analítica de él. Juntos, fueron cuatro veces a Míchigan, donde había estado viviendo la hija de Terkanian, entrevistaron a los amigos de la joven, presionaron a la policía para que
investigara más, y examinaron archivos de casos y documentos de tribunales sobre el pasado delincuente del hombre que pensaron que era más probablemente el responsable de la muerte de la
joven: su padre adoptivo, Dennis Bowman. En el 2020, los dos detectives aficionados recibieron la noticia de que la policía había confirmado sus sospechas. Terkanian llamó a Koppelman para
avisarle que había escuchado que investigadores estaban buscando en la propiedad de Bowman, donde ella había sospechado por mucho tiempo que él había enterrado a su hija. Los dos amigos
pasaron el día llamándose por teléfono. Koppelman estuvo pendiente de las noticias y vio cuando la policía anunciaba que habían descubierto restos óseos. “Por fin lo hicimos. Al fin la
encontraron”, le dijo a Terkanian. Pruebas de ADN confirmarían después que los restos pertenecían a la hija de Terkanian. “Todavía estoy estupefacta, todavía me tambaleo, todavía estoy
horrorizada”, dice Terkanian. Pero también siente alivio, por la validación de toda una década de sospechas e investigaciones y por estar más cerca de obtener justicia para su hija. Bowman
fue acusado formalmente del asesinato de su hija adoptiva, y en la actualidad espera el juicio en ese caso mientras permanece encarcelado en cadena perpetua por otro asesinato. Por todo eso,
a Koppelman no le pareció poco razonable seguir trabajando en el caso de Cali Doe durante cuatro años. Dibujó su retrato más de 20 veces, mientras intentaba capturar su barbilla puntiaguda,
su nariz pequeña, y el estilo y la textura de su cabello color castaño. Pensaba en el sufrimiento de su familia y tenía esperanzas de que alguien la reconocería. Pero Cali Doe permaneció en
el anonimato, al mismo tiempo invisible para el mundo y demasiado vívida en la mente de Koppelman. TAMMY JO En el 2013, Laurel Nowell, una mujer de Arizona, no sabía qué más hacer. Hacía
poco había ido a Facebook para conectarse con sus antiguos amigos. Se preguntaba qué había sido de su vivaz y extrovertida amiga de la escuela secundaria, Tammy Jo Alexander, a quien conoció
a fines de la década de 1970 en el condado de Hernando, Florida. Nowell usó sus destrezas de investigación genealógica para buscar a Alexander y le pareció extraño que no pudo encontrar
ningún rastro de su amiga, ni viva ni muerta, en ningún lugar del país. Más investigaciones llevaron a Nowell a la media hermana de Alexander, Pamela Dyson, quien dijo que no sabía qué había
sido de su hermanita, pues la última vez que la vio fue cuando ambas eran adolescentes. Cuando eran pequeñas, dice Dyson, su hogar era caótico y abusivo, y ambas hermanas se escapaban
cuando la situación empeoraba. Dyson se imaginó que Alexander se había escapado una última vez, casado y echado raíces. Pero Nowell lo dudaba. “Mi naturaleza de detective no podía dejarlo”,
cuenta. “Me pareció que algo andaba mal”. Por eso, ella empezó un archivo de caso para su antigua amiga en NamUs, se comunicó con la policía y les pidió que hicieran un informe de persona
desaparecida. En California, Koppelman buscaba a diario los casos de personas desaparecidas recién publicados. Un día, vio uno de fines de la década de 1970. Hizo clic para ir a la foto, vio
una fotografía de la escuela secundaria de Tammy Jo Alexander y enseguida reconoció el rostro que había estado estudiando durante cuatro años. El corazón empezó a latirle rápido. Conocía la
forma de los ojos, la curva de las cejas, la manera en la que uno de los incisivos se volteaba hacia adentro. “Esa es Cali Doe”. Mientras Koppelman estudiaba esa foto de la secundaria,
experimentó una mezcla de sentimientos curiosa. Sintió euforia al por fin darle un nombre a Cali Doe. Y se sintió acongojado al comparar la belleza y vitalidad de ese rostro con aquel
distorsionado por la muerte. A pesar de los años de intentar evocar a Cali Doe, nunca se imaginó por completo la vivacidad de esa sonrisa. Con su software, Koppelman rápido hizo más
transparente la foto escolar de Alexander y la colocó encima de la foto de la autopsia de Cali Doe. Hasta los bordes de morder de los dientes se alineaban de manera perfecta. Publicó la
coincidencia en Websleuths, y luego redactó correos electrónicos para la policía en Nueva York y en Florida. “Creo que son la misma persona”, escribió. Ese dato “puso todo en marcha a partir
de ahí”, dice el investigador Brad Schneider de la Oficina del Sheriff del condado de Livingston, Nueva York, quien por entonces era el encargado del caso de Cali Doe. Las autoridades del
condado se comunicaron ese mismo día con las autoridades en Florida. El ADN de Pamela Dyson se comparó con el de la joven muerta no identificada. En enero del 2015, se obtuvieron los
resultados: Cali Doe era Tammy Jo Alexander, asesinada una semana después de cumplir 16 años. La ciencia confirmó lo que Koppelman había visto en un rostro. Izquierda: la tumba de Tammy Jo
Alexander en 1979 cuando estaba marcada como la de una "niña no identificada". Derecha: Koppelman asiste a la presentación de la lápida en el 2015. DAN WINTERS Meses más tarde se
realizó un servicio conmemorativo en la tumba de Alexander en el oeste de Nueva York. Koppelman se aseguró de que su hermana pudiera quedarse con Shirley, y viajó en avión para estar ahí. El
sheriff John York, quien hacía poco se había jubilado, dijo que casi se le cae el teléfono al saber que Cali Doe había sido identificada después de 35 años. El veterano agente de la policía
subió al estrado y les agradeció a Nowell y a Koppelman por al fin haber esclarecido el caso. Koppelman se conmovió al pensar que Tammy Jo Alexander había nacido menos de un año después que
él, que mientras él andaba en patineta y pasaba tiempo con sus amigos en la playa, ella se escapaba una y otra vez, intentando escabullirse de ese hogar que no era un hogar. Él tenía a
Shirley, y Alexander no tenía casi nada. Y luego alguien —la policía todavía no sabe quién— le quitó lo poco que ella tenía. Koppelman no es un hombre efusivo; se siente más cómodo hablando
de anatomía que de sentimientos. Pero después del servicio, se dirigió a un minimercado para comprar un té frío y por un momento se sintió embargado de emoción frente a los refrescos:
lloraba por la corta vida de una joven a quien nunca conoció. UN REGALO TERRIBLE Cuando habla sobre el fin de la vida de su madre en el 2017, Carl Koppelman evita las emociones y detalla las
cifras, como si los datos pudieran concretar una pérdida personal indescriptible. Los meses en los que la ayudó a levantarse y acostarse, las noches en las que ella lo llamó cuatro veces
para ir al baño, los días que ella sobrevivió después de una caída. “Después de eso ella nunca se levantó de la cama”, dice, con los ojos vidriosos. “Murió 10 días después”. Koppelman estaba
afligido por el duelo, sin dirección, como había estado después de la secundaria, pero sin Shirley para guiarlo. Sin embargo, con el tiempo, empezó a trabajar de nuevo, ayudó a vender la
casa de su madre y se mudó a un apartamento cercano. Y siguió con sus investigaciones de noche y los fines de semana. Su nuevo hogar, en el segundo piso de un complejo pequeño en Torrance,
tiene pocos objetos, aparte de recuerdos de Shirley: sus fotos de la niñez, una placa de reconocimiento de su iglesia, cuentas del rosario. En una esquina, tiene un escritorio con dos
monitores enormes, que lo ayudan a ver todas las hendiduras de un rostro. En los últimos años, Koppelman se ha metido en el campo creciente de la genealogía genética investigativa, en el
cual los científicos civiles que trabajan con las autoridades del orden público usan bases de datos de ADN e investigaciones genealógicas para ayudar a identificar a hombres y mujeres sin
nombre al conectarlos con posibles familiares vivos. Para el caso en el que está enfocado para la organización sin fines de lucro DNA Doe Project, anda sumergido en archivos del registro
civil de México de la década de 1700, en un intento de ubicar el pasado genético de una embarazada no identificada a quien mataron a puñaladas en 1980 en el condado de Ventura, California.
Lo que ahora motiva a Koppelman son los mismos temas que lo llevaron a Cali Doe: los lazos familiares, el derecho a saber dónde está nuestro ser querido, incluso si su corazón ya no late.
Hay indicios de que esa Ventura Doe había estado embarazada antes, lo que significa que podría haber dejado un hijo cuando la asesinaron. “Ella tuvo un bebé que no sabe dónde se encuentra su
madre”, dice. Quizás por las experiencias de Koppelman o de su madre, siente a plenitud la desolación de un niño que se queda solo. Dice que, si identifican a Ventura Doe, a ese hijo o hija
que ahora se supone que tenga cuarenta y tantos años por fin le pueden decir: “tu madre no te abandonó. La asesinaron”. Y esa declaración funesta podría volverse una suerte de redención, ya
que finalmente, a pesar de ser tan espantosa, es la verdad. Podría permitir a un hijo sin madre curar las heridas de la pérdida y despedirse al fin.
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