Fragmento de la novela cinco esquinas de mario vargas llosa
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A punto de cumplir 80 años, el premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa ha publicado su decimoctava novela, _Cinco esquinas_, simultáneamente en España, América Latina y Estados Unidos.
La obra plasma los últimos días de gobierno del expresidente peruano Alberto Fujimori y critica fuertemente a la prensa amarilla de ese país en los años noventa. Aquí un fragmento: I. El
sueño de Marisa ¿Había despertado o seguía soñando? Aquel calorcito en su empeine derecho estaba siempre allí, una sensación insólita que le erizaba todo el cuerpo y le revelaba que no
estaba sola en esa cama. Los recuerdos acudían en tropel a su cabeza pero se iban ordenando como un crucigrama que se llena lentamente. Habían estado divertidas y algo achispadas por el vino
después de la comida, pasando del terrorismo a las películas y a los chismes sociales, cuando, de pronto, Chabela miró el reloj y se puso de pie de un salto, pálida: «¡El toque de queda!
¡Dios mío, ya no me da tiempo a llegar a La Rinconada! Cómo se nos ha pasado la hora». Marisa insistió para que se quedara a dormir con ella. No habría problema, Quique había partido a
Arequipa por el directorio de mañana temprano en la cervecería, eran dueñas del departamento del Golf. Chabela llamó a su marido. Luciano, siempre tan comprensivo, dijo que no había
inconveniente, él se encargaría de que las dos niñas salieran puntualmente a tomar el ómnibus del colegio. Que Chabela se quedara nomás donde Marisa, eso era preferible a ser detenida por
una patrulla si infringía el toque de queda. Maldito toque de queda. Pero, claro, el terrorismo era peor. Chabela se quedó a dormir y, ahora, Marisa sentía la planta de su pie sobre su
empeine derecho: una leve presión, una sensación suave, tibia, delicada. ¿Cómo había ocurrido que estuvieran tan cerca una de la otra en esa cama matrimonial tan grande que, al verla,
Chabela bromeó: «Pero, vamos a ver, Marisita, me quieres decir cuántas personas duermen en esta cama gigante»? Recordó que ambas se habían acostado en sus respectivas esquinas, separadas lo
menos por medio metro de distancia. ¿Cuál de ellas se había deslizado tanto en el sueño para que el pie de Chabela estuviera ahora posado sobre su empeine? No se atrevía a moverse. Aguantaba
la respiración para no despertar a su amiga, no fuera que retirara el pie y desapareciera aquella sensación tan grata que, desde su empeine, se expandía por el resto de su cuerpo y la
tenía tensa y concentrada. Poquito a poco fue divisando, en las tinieblas del dormitorio, algunas ranuras de luz en las persianas, la sombra de la cómoda, la puerta del vestidor, la del
baño, los rectángulos de los cuadros de las paredes, el desierto con la serpiente-mujer de Tilsa, la cámara con el tótem de Szyszlo, la lámpara de pie, la escultura de Berrocal. Cerró los
ojos y escuchó: muy débil pero acompasada, ésa era la respiración de Chabela. Estaba dormida, acaso soñando, y era ella entonces, sin duda, la que se había acercado en el sueño al cuerpo de
su amiga. Sorprendida, avergonzada, preguntándose de nuevo si estaba despierta o soñando, Marisa tomó por fin conciencia de lo que su cuerpo ya sabía: estaba excitada. Aquella delicada
planta del pie calentando su empeine le había encendido la piel y los sentidos y, seguro, si deslizaba una de sus manos por su entrepierna la encontraría mojadita. «¿Te has vuelto loca?», se
dijo. «¿Excitarte con una mujer? ¿De cuándo acá, Marisita?» Se había excitado a solas muchas veces, por supuesto, y se había masturbado también alguna vez frotándose una almohada entre las
piernas, pero siempre pensando en hombres. Que ella recordara, con una mujer ¡jamás de los jamases! Sin embargo, ahora lo estaba, temblando de pies a cabeza y con unas ganas locas de que no
sólo sus pies se tocaran sino también sus cuerpos y sintiera, como aquel empeine, por todas partes la cercanía y la tibieza de su amiga. Moviéndose ligerísimamente, con el corazón muy
agitado, simulando una respiración que se pareciera a la del sueño, se ladeó algo, de modo que, aunque no la tocara, advirtió que ahora sí estaba apenas a milímetros de la espalda, las
nalgas y las piernas de Chabela. Escuchaba mejor su respiración y creía sentir un vaho recóndito que emanaba de ese cuerpo tan próximo, llegaba hasta ella y la envolvía. A pesar de sí misma,
como si no se diera cuenta de lo que hacía, movió lentísimamente la mano derecha y la posó sobre el muslo de su amiga. «Bendito toque de queda», pensó. Sintió que su corazón se aceleraba:
Chabela se iba a despertar, iba a retirarle la mano: «Aléjate, no me toques, ¿te has vuelto loca?, qué te pasa». Pero Chabela no se movía y parecía siempre sumida en un profundo sueño. La
sintió inhalar, exhalar, tuvo la impresión de que aquel aire venía hacia ella, le entraba por las narices y la boca y le caldeaba las entrañas. Por momentos, en medio de su excitación, qué
absurdo, pensaba en el toque de queda, los apagones, los secuestros —sobre todo el de Cachito— y las bombas de los terroristas. ¡Qué país, qué país! Bajo su mano, la superficie de ese muslo
era firme y suave, ligeramente húmeda, acaso por la transpiración o alguna crema. ¿Se había echado Chabela antes de acostarse alguna de las cremas que Marisa tenía en el baño? Ella no la
había visto desnudarse; le alcanzó un camisón de los suyos, muy corto, y ella se cambió en el vestidor. Cuando volvió al cuarto, Chabela ya lo llevaba encima; era semitransparente, le dejaba
al aire los brazos y las piernas y un asomo de nalga y Marisa recordaba haber pensado: «Qué bonito cuerpo, qué bien conservada está a pesar de sus dos hijas, son sus idas al gimnasio tres
veces por semana». Había seguido moviéndose milimétricamente, siempre con el temor creciente de despertar a su amiga; ahora, aterrada y feliz, sentía que, por momentos, al compás de su
respectiva respiración, fragmentos de muslo, de nalga, de piernas de ambas se rozaban y, al instante, se apartaban. «Ahorita se va a despertar, Marisa, estás haciendo una locura.» Pero no
retrocedía y seguía esperando —¿qué esperaba?—, como en trance, el próximo tocamiento fugaz. Su mano derecha continuaba posada en el muslo de Chabela y Marisa se dio cuenta de que había
comenzado a transpirar.
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